Ya se narraba en el relato anónimo “Lazarillo de Tormes” que un ciego compartió con Lázaro un racimo de uvas y le dijo que, para que no hubiera engaño, tomarían las uvas de una en una por turnos. Al segundo turno el lazarillo se dio cuenta que el ciego las cogía de dos en dos, y entonces él decidió tomarlas de tres en tres. Acabado el racimo, el ciego le dijo al Lazarillo: “Me has engañado, has comido las uvas de tres a tres. Y le respondió el Lazarillo “No, ¿por qué sospecháis eso? y respondió el ciego “En que comía yo dos a dos y callabas.”
Y eso es lo que ha pasado con el fraude del afeitado en el mundo del toro. Quienes siempre han puesto las normas y marcado el camino han sido los figuras de toreo (el ciego), que daban las órdenes y el resto bailaban al son que éstos dictaban (el lazarillo). Y todos acataban, unos porque mandaban y el racimo siempre era suyo y los otros porque en época de hambre se podían permitir comer alguna uva que otra.
Pero el cuento fue cambiando… y los figuras descubrieron que haciendo un uso habitual del afeitado, que era un desahogo ocasional, podían encartelarse tarde tras tarde, sin percibir el riesgo del toro, de ese toro cada vez más “adomecqsado”, copando incluso carteles de “relumbrón” en plazas portátiles, algo prohibido hasta entonces para los figuras.
Y de no percibir el riesgo, sus faenas se fueron transformando en algo automático, sin profundidad, populistas hasta decir basta, para llegar a ese público menos exigente, con ganas de fiesta y algarabía de pueblos y localidades de poco fuste.
Y pasaron de ser figuras del toro a ser los jornaleros del toreo. Sumaban tardes por poco caché, pero daban de comer con exiguas comisiones a los apoderados, que a su vez se habían comprado una ganadería y les permitían vender su ganado para esas tardes jornaleras y que culminaban sus negocios regentando algunas plazas de toros para orgullo de su clasismo. Un “Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como” de manual.
La moraleja se encierra en el engaño del número de uvas que se cogían en cada turno, es decir, en el número de afeitados que se ejecutan de manera sistemática, con la aquiescencia de todos, público incluido, que con tal de ver en su pueblo a los figuras no les importa la integridad del verdadero protagonista de la tauromaquia: el Toro.
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